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- SAL Y AZÚCAR -

HABITACIÓN DE HOTEL

HABITACIÓN DE HOTEL

Ayer he tenido que hacer noche en Madrid debido a que esta mañana tenía clase allí. Para recuperar la de Viernes Santo, mira tú. Por este artilugio que se supone tan inteligente, que busca todo, que encuentra todo, que sólo le falta hacer sus cosas... me encuentra un hotel cercano de la Academia de dónde voy a clase. Perfecto, pero... Vaya, vaya, con el Google... a veces con este cacharro y lo que encuentra dan ganas de decirle: "Una y no más, Santo Tomás".

La Academia donde voy a clase se encuentra en uno de las zonas más "in" de la capi (Serrano, Parque del Retiro, Barrio de Salamanca y demás) pero nada hace sospechar que unas manzanas más allá, más allá de las montañas y los lagos y los mares y los confines de la tierra se encuentra una cutrez. Ésto es Madrid. Castizo y puro. Bien, pues según el Google, hay un Hostal de una estrella con un nombre muuuy atractivo: "GLORIA". Voy con sonrisa bobalicona por las calles y en mi mente la canción homónima de Umberto Tozzi: "Glo-ria, Glo-ri-a-a-a, fal-tas en el ai-re, Glo-riaaaaa". La primera en la frente: Se encuentra en un lugar de tapeo, sentido único, pizzarrines en mil idiomas (con traducciones malísimas) anunciando japi auer (el inglés no es mi fuerte, lo reconozco) y barriladas y guiris y mil carcajadas. Subo en un ascensor estrecho en el que quepo de ancho pero no de largo. Llego al cuarto piso y me abre un paisano con aspecto imprevedible, cara de bonachón pero por cuatro voces que dá puedo asegurar que daría miedo hasta al mismísimo coco. No hay recepción, por supuesto, pero por una cosa encontrada por el famoso programa de las gafitas poca cosa se puede esperar. El precio, dicho sea de paso, es irrisorio e ínfimo: 25 euros. Y sin desayuno. Claro.

La habitación huele a col hervida y a lejía. Limpia, sí. Pero sin bañera. Sólo un triste lavabito sin luces reposa empotrado contra una pared que pide a gritos una mano de gotelé. La bañera, pregunto. Ah, está en la habitación de al lado. Bien. Toallas. Quiero toallas. Ahí le he dejado una. Es... de... manos. Pero para el cuerpo, ¿no hay? No. Y se va. Me quedo sola ante el peligro, ante la decrepitud que se cierne sobre mi cabeza. Arreglo mi aspecto de provinciana engañada y salgo para clase. Pero lo malo no ha hecho nada más que empezar: La clase va bien, pero la cena... ay la cena. Minutos antes acababa de oír a Claudio Baglioni en un Cortinglés (gracias Alberto. Ya te lo dije, ¿verdad?) de la zona. En español. "Naaaadie como túúúú..." y aviso con la mano temblequeante a mi amiga Laratus que está con la niña. Por eso no nos hemos visto para tomar un cafeluco. Y desembolso 30 euros por un CD importado de ese chico (¿o señor?) de nariz aguileña que no me acuerdo de su nombre. Vaya por Dios. Y ceno en un Pans que está casi vacío pero que está lleno, lleno de mierda y de camareros que no se mueven. Una chica gordinflis con un tanga que le enseña todas las lorzas se morrea con su novio. Una con piercings se cabrea si la golpeo con la bandeja y con mi impaciencia. Y me dan un bocata frío y de goma. Llamo a Duby para que me venga a buscar mañana. No contesta. Y yo pienso en mis 30 euros tirados a la basura. Aggggg.

Y pago por todo ello, pago por un Häagen Dazs con toppings no pedidos, lidio con una camarera brasileña con sonrisa falsa de cascabel oxidado por ello y me lo como. De putísima madre. Ñam ñam. No me importa engordar. Total, falta la traca, la mascletá y todo lo demás. Llego al hotel, y de repente me acuerdo de las tres fatídicas llaves: Ninguna abre y me veo obligada a llamar por el telefonillo, el paisano se avinagra pero con esa cara no lo parece. Claro que no. Y me desvisto y me peleo con persianas y ventanas y con ese cristal que me llama de todo menos bonita. He engordado mucho. Y qué. “Ma come vorrei fare a pezzi quella luna idiota”, dice alguien con toda la razón del mundo. Pero me corroe una duda cruel, ¿luna de astro celeste o luna de cristal? Bah. Apago las luces, no sin antes haberme metido en esa cama que huele a desinfectante que tira para atrás, y giro, vuelvo a girar y doy mil vueltas. Dos caricias para conciliar el sueño. No puedo. No. Y al final sale él. El de los 30 euros y otro chico. Y así hasta las 7 de la mañana, en el que pájaros pían y me despiertan una vez más, como los guiris y los coches y los jóvenes y los ciclomotores pero que yo también soy una de ellas y decido levantarme con el tiempo justo para hacer una cola inútilmente, para tomarme un desayuno delicioso-delisoso pero que me sienta fatal, lo único que me consuela es llevar una cami de color rosa fresa que me recuerda a una de Benetton de mi infancia. 

Vuelvo a clase, con sonrisa igual de estúpida para luego llegar a la estación con tiempo justo y comerme otras cuatro horas de tren. Y bostezar y comer y reñir con la que tengo al lado. Será lo único que me consuele hasta llegar a casa y encontrar una mano amiga... no de Duby, que se marchó a quién sabe dónde, sino de mi padre, que siempre estará allí donde más lo necesite…

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